Si pudiera, me pasaría las horas muertas en este tipo de tiendas. Porque hay tal cantidad y tal variedad de herramientas, artilugios, aparatos y aparatejos, hasta pequeños electrodomésticos, cosas al fin y al cabo, todas útiles, que nunca me canso de bichear en las ferreterías. Yo estoy casi seguro de que ni los propios dueños de ésta saben a ciencia cierta qué es lo que tienen y lo que no tienen. Yo vengo muy a menudo por esta zona y siempre me paro aquí a comprar algo, o los típicos tornillos que he perdido –yo no, ni que estuviera loco-, para la silla del ordenador que anda un tanto descuajaringada, o para buscar alcayatas, que no sé cómo me las arreglo que siempre que tengo que colgar un cuadro tengo que comprar nuevas alcayatas, o a buscar solución a una de las mil sorpresas con las que mi casa, pobrecita mía, me sorprende a diario. Aquí lo encuentro todo. Y me atienden, como suelen atender en todas las ferreterías, rápido cuando por fin me toca, pero tras esperar pacientemente mi turno, ya que, misterios de la vida, los clientes que siempre tienes por delante son tratados, o al menos a mí me da esa sensación, con mayor parsimonia, y preguntan y cuestionan qué es lo mejor para solucionar sus problemas concretos, y los dependientes se entretienen con ellos lo que no hay en los escritos, y les muestran mil cosas distintas, para solucionar un problema de lo más tonto. Pues la última vez, entré buscando… no sé qué, ni me acuerdo, pero, precisamente, terminé llevándome algo que sacaron al cliente que iba por delante mía: una pequeña cafetera para una sola taza. Sin ponernos marujos, la compré porque era una verdadera monada, ¡ojú, qué marujo me ha quedado eso, ¿no?! Bueno, en fin, qué le vamos a hacer, por algo estamos en una ferretería, el reino de los marujos de la casa.
Macarena H.
Tu valoración: 5 Sevilla
Los mercados tradicionales son el punto de inflexión de los supermercados que se llevan ahora. En la puerta, pintadas en una pizarra, las ofertas de la mañana, señalizando el puesto en concreto. Alrededor, un montón de bares que, los días que hace sol, se llenan de hombres jugando al dominó, o charlando de fútbol, paro, política… El pueblo hablando de cómo arreglar el pueblo. Un sitio de reunión, mientras las señoras se adentran en el mercado a comprar lo necesario para el día. La impersonalidad de coger el carrito de la compra y pasear por las calles de cualquier Mercadona aquí no tiene cabida. Parece que nadie vaya con prisas, que haya tiempo para hablar con el carnicero y contar cómo va la hija de tal, la que se acaba de graduar, de pararte a preguntar a la vecina del otro bloque si le gustaron las naranjas que se llevó el otro día, de pasear. Los mercados de toda la vida añaden humanidad a las vidas rutinarias y mecanizadas que llevamos en la sociedad del consumismo. Seguramente, las grandes revoluciones del mundo se fraguaron en lugares como éste. No en una cámara de Congreso ni en las estancias privadas de un burócrata. En un mercado de abastos de cualquier ciudad.