Monterrey

Se nos hizo tarde y nos cerraron las cocinas de varios establecimientos de la zona. El chico del último restaurante al que fuimos, nos comentó muy amablemente que nos acercásemos al Monterrey ya que no cierra la cocina y sirven comida a cualquier hora del día. Me pedí una hamburguesa de bacon con queso y estaba buena (nada del otro mundo, una hamburguesa correcta). Aun estando en Sarrià, no busques lujos en este local, ya que el Monterrey es el típico bar de toda la vida, de fritanga, donde comer bocatas y hamburguesas y beber cerveza a buen precio.

Abierto entre locales más o menos refinados y con cierto grado de artificio, el Monte es un bar de Mayor de Sarriá con carácter de establecimiento oficial de por allí y en el que fundamentalmente sirven cañas y bocadillos de fritanga. A él va la gente del barrio a empezar las noches del viernes y probablemente sea el bar de Sarriá que más cascos de cerveza devuelve a la Damm.
Si uno es de fuera, entrar con amigos de la zona puede ser un coñazo monumental. Lo más probable es que hasta pillar mesa nos hayamos parado ante seis grupos distintos de jóvenes dicharacheros para saludar a conocidos de nuestros amigos. Es lo que tiene ser de un barrio muy barrio y entrar a un bar muy bar: que pasar desapercibido es casi imposible.

Hace muchos años el Monterrey era un bar 3 en 1 por fuerza. En el bonito barrio de Sarrià no había muchos más. Ahora tampoco abundan. Diría que Sarriá es el barrio con menos densidad de bares por esquina de la ciudad. Pero el Monterrey sigue siendo el multifunciones de siempre.
Por la mañana, desayunos. Al mediodia y al atardecer se encienden las planchas y las freídoras sacan humo (denso, por cierto). Y por la noche, los fines de semana de luna llena, aúllan los lobos y empieza el jaleo. Eso de cenar y tomar las copas en el mismo sitio hace mucho que está inventado. En el Monterrey se hacía por falta de opciones y ahora se hace por tradición. ¿El público? dice «asín»:
— Mola ir al bar cutre con la camisa de rayas y el jersey de pico a tomase unas cubatas baratossss… ¡Te lo juroooo! ¡Qué fuerrrrrte!-
Bueno, en realidad el público es más heterogéneo. También hay mucha camiseta del Barça y bastantes sudaderas Quiksilver… Eso sí, aquí nada de complicarse la vida. Una tortilla es una tortilla y un cubata es un cubata. Ni cockteleras ni esfericaciones. ¿Esferificaqué…

Hasta hace unos años el Monterrey era, para mi, un bar de dos rombos, no recomendable para menores de dieciocho años.
En lugares como el Monterrey uno aprende que un bar no es una broma, como un parque de atracciones, o como unas instalaciones para el recreo infantil. Allí los juegos no tienen consecuencias. Uno se cae, se levanta y vuelve a subir al tobogán. A lo sumo se habrá hecho una rascada, pero ¿qué mas da? En dos días estará curada. En los bares, sin embargo, como en la vida, ocurren cosas que, la mayoría de veces, ya no tienen remedio. Todo esto pensaba yo al pasar por delante del Monterrey, sin atreverme a entrar, sintiéndome todavía demasiado blando para los asuntos definitivos.
Desde la calle vislumbraba a duras penas las cabezas de los parroquianos, entre la humareda de tabaco, de la panceta y de los huevos friéndose en la plancha. Es un bar en el que el personal se gira cuando entras, para escudriñar el forastero, y adivinar qué intenciones trae. Cuando finalmente entré lo primero que me sorprendió fue que era un local con unos olores fortísimos y además muy heterogéneos, cuyo orígen no podía yo identificar exactamente. El Monterrey era y es un bar agresivo y algo perturbador, con la banda sonora de las tragaperras sonando a todas horas. Detrás de la barra se encuentran una fila de camareros con un delantal de color burdeos, casi siempre colocados en una fila horizontal, muy serios y muy rígidos, como si el Capitán General estuviese a punto de pasar revista a las tropas. Sus miradas hacia el cliente son siempre fiscalizadoras. Parece que se pregunten por los motivos ocultos de la visita, por las finalidades encubiertas que puede haber en el hecho que uno pida, simplemente, unas aceitunas. Miran al cliente con desconfianza, lo cual hace pensar que esconden algo de mucho valor que temen perder. Sería bonito que el Monterrey escondiera un tesoro y que esos señores adustos y malhumorados –parecen en verdad soldados– fueran sus guardianes, pero con que el cliente se lleve de ahí un «Chicago» (sándwich completísimo y muy suculento, a precio de saldo) quedará más que satisfecho.