Hace años conocí a Severiano López, un cuarentón de bigote delgado, mirada esquiva y sonrisa fácil que vive la mitad de su vida entre cadáveres de animales. Es uno de los pocos taxidermistas de la Ciudad de México. Lo suyo no es un oficio, «es un arte», asegura y por eso es que su negocio lleva el pomposo nombre de «El Arte Nacional». Su tatarabuelo fue uno de los fundadores de la taxidermia en la ciudad de México y Severiano presume que su familia ha disecado desde poodles hasta elefantes de circo. Hoy sus clientes principales son la industria del cine, los museos de historia natural y algunos excéntricos que quieren conservar a mascota en una postura gloriosa en la sala de su casa. Pero también ha realizado trabajos para Damien Hirst, el artista inglés multimillonario acostumbrado a los escándalos: becerros crucificados, tiburones que flotan en picinas de formol. Un mundo sórdido el que Hirst y López crearon juntos. En alguna ocasión, recuerda, el británico le propuso crear un minotauro real. «Disecar a un hombre y unirlo a la cabeza de un toro, en una sola pieza». Pero las leyes mexicanas prohiben a los taxidermistas disecar cuerpos humanos. «La doble moral de este país lo chinga todo», me dijo Severiano aquel día mientras tomaba a un venado por los cuernos y lo sumergía en un líquido negruzco.