Un sábado que andabamos entre crudos y hambrientos, mi chilanga amiga Dany y yo, decidimos emprender la búsqueda del buffet más grande y barato que pudieramos encontrar en el centro de nuestra ciudad anfitriona. Así llegamos a este hotel. Por fuera lo vimos y no nos pareció mal, aunque se veía bastante anticuadón para nuestro minimalista gusto, recordamos que justo una de las virtudes de las ciudades coloniales es conservar este tipo de arquitectura, así que no lo pensamos más y entramos. Para empezar, no había mucha gente, lo que nos permitió sentarnos en la mesa que quisimos, pegada a la ventana para ver los rostros pasar, aunque estábamos tan concentrados en servir y comer que casi ni nos fijamos en el desfile. Platos de frijoles revueltos con huevos más revueltos y encima de chilaquiles fueron sucediéndose uno tras otro frente a nosotros; después vino el chicharrón en salsa, el café, el pan dulce y, por supuesto, el botonazo. Todo por sólo 120 pesos. ¡Pásele!