Basílica del Gran Poder

Sin entrar en temas religiosos, voy a comentar este sitio como asistente a una boda. Y no una boda cualquiera, sino la de mi propio hermano, algo que sólo debería ocurrir una vez en la vida y que, desgraciadamente, si se celebra aquí puede quedar empañado por culpa de la actitud de los responsables del lugar.
Vaya por delante que al tratarse de un templo religioso tiene sus normas y su propia cultura interna, pero es un poco triste ver cómo lo que para mucha gente es el día más esperado de sus vidas queda con regusto amargo porque el señor párroco/​cura/​lo-​que-​sea sólo está allí para hacer negocio con los fieles.
Además de que parece un 100 Montaditos de las bodas, donde las parejas entran y salen a toda pastilla porque aquí las bodas-​express están a la orden del día y se celebran una detrás de la otra, sin ningún gusto ni respeto por el matrimonio que ha decidido celebrar allí su enlace.
Además del mal trato y desidia ofrecida por el señor que oficia la ceremonia, la iglesia sigue haciendo negocio permitiendo que haya gente paseando, tosiendo, bebés llorando y molestando y «disfrutando» del paseíllo por detrás del cristo, estropeando el momento, los vídeos y la ceremonia de los contrayentes.
Para colmo, el señor párroco es bastante desagradable, reprocha a los asistentes lo que le viene en gana y hace que sus lacayos casi echen a patadas a la gente allí presente para que, cómo no, pueda haber otra boda inmediatamente después. No vayamos a perder el negocio.
Afortunadamente, pese a impresentables así, uno se alegra y enorgullece de ver a su gente feliz, emocionada y alegre. Y eso es algo que ningún cura egoista eclipsará nunca :)

Como pasa con muchas tradiciones y particularidades de la ciudad, tengo al Gran Poder muy asociado a mi abuela. Ella de jovencita vivía por San Lorenzo y para ella el Gran Poder era algo muy especial.
Como sale en la madrugá tardé mucho tiempo en verlo en procesión y no fue hasta que fui adolescente y salí una madrugá con mis amigos que lo vi por primera vez. Me sorprendió mucho, me sobrecogió. La imagen es impresionante y en el silencio de la noche parece que va andando. Las cosas que tengo asociadas a mi abuela me emocionan especialmente, pero verdaderamente hay algo especial en esta talla.

Esta basílica se convierte en uno de los puntos claves de La Madrugá sevillana. De esos puntos en los que no cabe un alfiler un jueves santo cuando son las doce de la noche. Está en una de las plazas más bonitas y andaluzas de Sevilla, la de San Lorenzo.
Es una iglesia algo atípica, completamente circular. En un lugar previlegiado el Señor de Sevilla, Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, tras el altar y con su madre a su izquierda y a San Juan a la derecha, obra también de Juan de Mesa. Qué gran imaginero.
El techo sustituye los posibles frescos por una cúpula impresionante que corona esta única estancia en la que el dorado sólo está en la posición de estas imágenes. El resto es algo más sobrio, donde lo único que revisten las paredes son pinturas de la vida de Cristo.

Lo llaman el Señor de Sevilla.
Sale de la Basílica del Gran Poder, aledaño a la Iglesia de San Lorenzo, una de las más importantes de la ciudad, por su historia y antigüedad. Y, de allí, viaja cada viernes santo que el tiempo permite a darse una vuelta por las calles de Sevilla.
Cuando el primer nazareno, vestido completamente de negro, pone un pie en la calle, todos y cada uno de las personas que se arremolinan alrededor de la Iglesia se quedan en absoluto silencio. Es tanto el respeto, que se escuchan de vez en cuando algún que otro susurro, emitido desde el otro punto de la plaza, capaz de saltar por encima de cientos de personas y llegar a los oídos de cualquiera. Seas creyente o no, seas devoto o no, la piel se pone de gallina y el tiempo se detiene en ese instante en tu memoria.
Con la túnica morada, el semblante cabizbajo y el dolor incrustado en su expresión, la envejecida talla avanza entre el gentío portando su cruz al hombro. Todos lo miramos, absortos, preguntándonos qué tiene que no podemos apartar los ojos de él. Y, por muy lealmente ateo que asegures ser, te arrastra un instante de duda. Uno sólo, pero está ahí, en tu cabeza, agujereándola.
De pronto recuerdas aquella historia. Ésa de Juan Araujo, que fue a pedirle que curara a su hijo de la enfermedad que lo arrastraba a la muerte. Pero, es un trozo de madera, ¿no? Poco más que un muñeco. Es sólo una representación. No puede hacer nada una figurita. Y si puede, no lo hizo. El hijo de Juan murió. Y él, encolerizado, fue a verlo a la Basílica. Le reprochó que se hubiese olvidado de sus ruegos. «Ya no pienso venir a verte más. Si quieres verme ven a mi casa».
Pobre de Juan, depositar tanta confianza en un maniquí vestido de tela.
Pero, mierda, unos años después se celebra una Santa Misión. Las hermandades acuden a los barrios, en un nuevo itinerario que nada tiene que ver con el de la carrera oficial. Y resulta que comenzó a llover, muchísimo. Y la vieja y decrépita talla, ese simple muñeco de madera, buscó refugio en un hogar para no mojarse. Entró en un garaje, uno cualquiera, el primero que pudo cobijarlo de Nervión.
Imagínense la cara de Juan cuando llega a su garaje y vio al Gran Poder, protegido, dentro. Les puedo asegurar que en el instante en que pasa el Cristo delante de ti, con su cola interminable de nazarenos, te la imaginas.
Eso sólo es una circunstancia casual, te dices. Es imposible que sea de otro modo, por supuesto. Pero, de alguna u otra manera, el Señor de Sevilla había cumplido el desafío. Ahí estaba. En su casa. Para verle.