Corría el mes de julio del año 1969. Los árboles danzaban al ritmo del viento invernal, las parejas dejaban lo que estaban haciendo y los niños, misteriosamente, no se mostraban interesados en jugar fútbol. Una televisión. Sí, una de madera, con perilla seleccionadora de canales y una gran antena era la atracción en ese momento, el imán al que todas las miradas se adherían con interés e incredulidad. En la pantalla, se veía un hombre caminando por la luna. Un hombre dejando sus huellas, y la bandera americana, en ese territorio desconocido y misterioso. La gente estaba en silencio, ni los perros ladraban en ese momento. La historia estaba hablando de manera bastante elocuente y la gente reunida en la Plaza de Armas de Quilicura sólo bajó la voz para escucharla. Era la historia, personificada en esa antigua tele, la que bailaba la misma melodía que las ramas de los árboles, haciendo que, por un momento todo palideciera ante ella. Todo tan blanco como esa luna, la que sólo algunos soñaban con alcanzar. (Relato acerca de cómo se vivió este hecho en el centro neurálgico de mi comuna)