Ir a depilarse a este lugar es dejarse caer en las manos de la voluntad de quien nos toca en suerte ese día. Y, a veces, no está tan mal. Porque quizá no sabemos qué, ni cómo, ni cuánto y viene alguien que toma las decisiones por nosotras y listo, fin del dilema. Sin poder ofrecerles un nombre en particular, todas las depiladoras que atienden acá son simpáticas, sacan charla, algunas oficialistas y otras de la oposición, he llegado a hablar de militancia territorial mientras veía el tacho lleno de cera seca al lado de la camilla. Poético. Nunca me quemaron con cera, siempre me dieron a elegir entre alcohol y crema al final de la sesión y, lo que a mi más me divierte –pero entiendo que puede ser una preferencia personal– es que suelen tomarse libertades e ir un poco más allá del pedido original. Y dale que va, si el pelo crece. Con la sala de espera como lugar obligado de actualización sobre las andanzas de la realeza europea y la farándula nacional, tienen los suficientes boxes como para no hacer esperar más de 10 minutos y, lo más importante, aceptan tarjeta.